martes, 10 de enero de 2012

Visita al jardín del bien y del mal

A los ocho años decidí qué estudiaría, a qué aspiraría y cómo sería mi vida, inclusive mi vejéz por más freak que esto parezca a esa edad. Quise ser abogado e integrar el Cuerpo Diplomático. En base a ello me dediqué a leer mucho, de todo y mucho, estudiar; observar y aprender de ello, recapacitar. Todo fuese por alcanzar esos objetivos marcados de antemano. A los once años ya hablaba francés, sabía de historia argentina y europea, leía clásicos...y también era un chico como otros, sólo que con brújula.

A los 22 años me casé con la peor de todas. Enamorado lo hice y quebrado me separé al año, en medio de engaños ajenos y abusos incomprensibles. Luego, cuando toda esa zozobra decantó, logré ver quién era y encontré el valor para reconocerlo en el fuero interior.

 A los 24 me recibí y emprendí una escalada de muchísimo esfuerzo. Entré a trabajar en un Estudio Jurídico que prestaba servicios a los bancos privados. En una primera instancia trabajé sólo por 4 horas. De ser un simple colaborador, a los 25 era jefe del departamento de Negociación Extrajudicial, 35 personas más 2 coordinadoras y 2 secretarias ejecutivas a mi cargo. El orgullo que te da la independencia la pagué con creces pero gustoso. Nada podía contra mí, era implacable desde mi lugar. Jugaba el todo por el todo, quién tenía derecho a decirme algo luego de haberme fogueado tan temprano con el corazón partido?

Llegó la crisis económica de Diciembre de 2001. Recuerdo que el ataque inesperado a los ahorros privados de los ciudadanos, por decreto presidencial, me hizo tambalear en mis creencias profesionales. Nada explicaba cómo desaparecía de un plumazo la propiedad privada, base de toda Democracia. Y lo peor, estar trabajando justo del lado de los que se la llevaban...
Me sentía tan responsable y culpable, que desde el lugar que ocupaba, intenté por todos los medios de ayudar a toda la gente que pude. Bien sabía yo el parné que los bancos se estaban fagocitando sin que les temblase el pulso. En esos meses vi escenas desgarradoras, desesperadas y absurdas. Con 14 horas de trabajo diario, sin detenerse siquiera a comer, durmiendo sobresaltado;  mi cuerpo dio un primer aviso y un buen día caí redondo al piso. Epilepsia. Grado mínimo pero epilepsia al fin y debido al stress que en esos años de juventud, es letal.
Recuperado y con una cicatríz en la ceja, volví al ruedo.
Pasada la tormenta inicial, comencé a notar que en verdad no estaba lo suficientemente bien valorado en ese Estudio a pesar de que para aquella época, literalmente manejaba todo. La titular del Despacho se limitaba a ir los viernes a retirar de las cajas, parte de las ganacias.
Y me cansé y renuncié y una de las coordinadoras conmigo. Tres horas y media duró la entrevista; pero satisfecho pude ver cómo esa mujer lloraba pidiendo que no me fuese. El Estudio tal y como lo dejé duró dos meses. Perdió el principal cliente, y a partir de ahí fue una lenta caída.

Dos días después recibo un llamado en mi casa; el segundo Estudio más grande de Buenos Aires se había enterado de mi renuncia por intermedio del Directorio del BBVA Banco Francés y quería contarme dentro de su staff de abogados. Creaban el cargo para mí, despacho con luz natural (sí, es todo un logro contar con eso en el centro finaciero porteño) y abogados bastante más grandes que yo a cargo. Recuerdo que lo acepté por ego, para agregarlo a mi Resumé...pero 4 meses más tarde me convencí que cada día que pasaba me sentía menos abogado. En unos meses más cumplía 28 y no quería despertarme a los 32 sin aguantar ni un día más esa locura y sin saber lo que realmente era batallar en la calle.

Comencé a trabajar en casa, con un sólo cliente primero y con los meses, se fueron sumando. El segundo año fue fatal, pero lo fui superando. Para el tercero, me cayó un caso de un argentino residente en Australia que debía cobrar una herencia muy complicada. Habían pasado 5 años y 5 Estudios distintos y el caso seguía en la nada. La pelea era contra el Banco de la Nación Argentina y la Gendarmería Nacional. Esos gigantes por un lado y yo, con mi computadora de escritorio en casa. En tres meses torcí de tal manera el brazo que resolví el caso. Años más tarde recordé la epopeya cuando con tres cartas documento vencí a American Express en un juicio laboral en que no tenía nada más que la certeza de que a mi cliente lo querían reventar.

Para hacerle un favor a un amigo de mi viejo, acepté ingresar a trabajar para el Estado Nacional.  Al tercer día de haber ingresado, tuve la MALA suerte de descubrir una estafa procesal millonaria que estaba llevando a cabo un abogado contra el organismo desde hacía 5 años. Nuevamente a la palestra, con la mirada sobre la nuca. Con 30 años jefe del área de juicios ordinarios de todo un organismo, más de 40 delegaciones, oficinas y puentes fronterizos. Y ni una persona que me ayudara. Lo reclamé pero ese fue mi "castigo" por haber trabajado a conciencia. Conmigo al frente, el organismo alcanzó un extraño record; haber ganado juicios ya que siempre resultaba vencido. Resulté ser molesto para la corrupción y me arrinconaron de tal modo que comencé a ser perseguido laboralmente. Lo que en derecho se llama acoso laboral o mobbing.
Este año cumpliré 12 años de profesión y he perdido en un sólo caso. Un logro, no?


En marzo de 2011 con 35 años mi cuerpo puso punto final a todo el stress generado y acumulado. Crisis de angustia, ataques de pánico, taquicardia, mareos, náuseas, llanto...nunca vi tan cerca el final. Pudo haber sido un infarto o  un derrame cerebral que me dejara babeando estupideces. 
                                                  pero....Y TODO PARA QUÉ?

Esos obejtivos autoimpuestos de la infacia los logré comenzar a ver y vivir, y puedo asegurar que nunca me sentí tan solo e infelíz como en esa época. Cuando la insatisfacción sólo la podía amedrentar comprando compulsivamente, llenando el placard de nada. La agenda de nadie. Darme cuenta que tanto había corrido que lo que pensaba alcanzar a los 60 años, ya lo tenía a los 30.

La licencia que tuve que tomar me llenó de algo casi impensado: tiempo. Tuve que pasar meses para sacar todo eso de adentro, en cuotas de lágrimas, de hartazgo, de furia, de sinsentidos, y mucha muchísima ira y decepción con el todo.

Una mañana cualquiera, comencé a presentir el entorno que me rodeaba, a sentir mi yo, mi cuerpo, mi mente. Disfruté el momento, lejos de todo, cerca del cielo, de la brisa que me venía de los árboles, del pájaro que cantaba cerca de la mesa del desayuno. Sin trajes ingleses, sin corbatas ni zapatos cocidos a mano, sin el ceño fruncido y la mirada nublada.
No vi las expectativas a futuro, eso vendría luego. Pero sentí la paz, la calma que había perdido entre tantas calles y gentes.
Miré hacia atrás, aquilaté las experiencias e hice el contraste; y comencé a ser felíz.